Que inventen ellos

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Esta frase de Unamuno sobre la potencia científica de España, cien años atrás, con respecto al resto de Europa, refleja una de las mayores paradojas de la sociedad de nuestro país. De un lado, logramos grandes hitos trabajando junto a otros, fuera de España, creando y contribuyendo a la generación de grandes proyectos y generamos riqueza sumándonos a otros. De otro, en nuestro país, somos grandes inventores, individuales e individualistas, y nos perdemos en esa carencia de trabajar en equipo dentro de nuestra propia casa común. Esta reflexión junto con otras muchas que coinciden en la fuerza de nuestras empresas y de profesionales independientes fuera de nuestras fronteras creo que se justifican en nuestro grado de confort. Es decir, cuando “jugamos” en casa nos acomodamos, no peleamos con todas nuestras capacidades y nos permitimos no avanzar, no prosperar y seguir en nuestro entorno conocido y cómodo, aunque no sea tan satisfactorio. De entre los cómodos, los mansos nos miramos el ombligo y lamemos nuestras heridas, al calor del hogar. Y los guerreros, pancarta en ristre, salen a pelear por unos derechos que los tiempos ya no permiten. Y mientras, cuando por remedio o por oportunidad salimos de nuestras cuevas de tradición y nos enfrentamos al mundo mundial, llegamos a ser capaces de lo mejor si tenemos buena preparación y capacidad de lucha. Ahí no hay quien nos gane.

Recientemente leía una noticia sobre un nuevo y sencillo producto desarrollado en la pastelería del repostero francés Dominique Ansel en Manhattan (Nueva York): el Cronut. El Cronut es un bollo que mezcla lo mejor del donut y del croissant. Cada día Ansel produce tan sólo 300 unidades de Cronuts y cada día saluda a todos los clientes que hacen cola a la puerta de su pequeño establecimiento para hacerse con una de esas codiciadas piezas antes de que se cuelgue el cartel de “agotado” cerca de las once de la mañana. ¿Qué hace al Cronut tan deseado? No lo he probado, pero seguro que es un bollo con una textura y sabor agradable y diferente de lo que estamos acostumbrados a comer. Su éxito nace de la invención de algo tan sencillo que cuando uno lo lee piensa: ¿cómo no se me había ocurrido a mí? Sin embargo ha habido alguien que ha decidido inventarlo, sacarlo adelante y arriesgarse. Esto me lleva a pensar en la infinidad de negocios, en nuestro país, que pueden y deben inventar, crear nuevos productos, nuevas soluciones, combinar, mezclar, diseñar nuevos formatos, de modo artesanal o a escala industrial, es lo mismo. Lo que lo diferencia es el grado, pero no la esencia. ¿Cuántos productos y servicios podríamos ser capaces de desarrollar, de crear y de colocar en el mercado si tuviéramos la apertura mental para asumir el reto? ¿Cuánto conocimiento hay guardado en el cajón de nuestros temores e inseguridades para dar el paso de hacer algo diferente, de crear algo que antes no existía? El miedo está en el riesgo, en la incomodidad de salir de nuestra cueva de confort y también, por qué no decirlo, en la vergüenza de los dedos acusadores ajenos cuando hemos “fracasado” en nuestro intento. Efectivamente eso es lo que debemos llamar a las pruebas que no han funcionado: intentos. Y después de que uno de ellos haya sido fallido, vuelta a empezar para poner otro en marcha.

Ellos inventan, ellos registran la patente, nosotros pagamos las licencias y todos contentos. Todos menos nuestros bolsillos y nuestra propia autoestima como creadores de valor que somos, por no haber tenido el valor de crear y de inventar por ellos.

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