Corrupción: ¿Nace o se hace?

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Según el DRAE un corrupto es la persona “que se deja o ha dejado sobornar, pervertir o viciar”. La corrupción es el mal de los tiempos actuales. Las tres “C” que tenemos que soportar ahora son Crisis, Corrupción y Crispación. Las tres excesivas y las tres muy peligrosas.

El corrupto seguramente no nace sino que se hace y casi siempre de espaldas al pueblo, a los ciudadanos. Por pasividad o inoperancia de estos en los regímenes democráticos, o por imposición en los autoritarios. Y cuando la corrupción, dicho de otro modo, el abuso de poder, se hace excesiva y supera los límites que todos consideramos como tolerables, nace la revolución. Ese pueblo antes pasivo toma el poder, por las armas o por las urnas, y de nuevo el poder vuelve a predominar. Alguien se erige como líder de la nueva causa, siempre en representación del pueblo vilipendiado y, qué pena, vuelta a empezar. Cuando el poder vuelve a ser excesivo la carcoma de la corrupción actúa de nuevo y el único período positivo para el pueblo –que no tiene el poder- es el tiempo de transición de un poder a otro, en el que los antiguos corruptos no actúan para evitar ser ejecutados y los nuevos, que lo serán, aún no se han hecho y sus honorables intenciones y su buenismo no corrupto impiden la trampa y el engaño.

La corrupción nace, como digo, del abuso de poder, de los cuarenta años de presencia de una dictadura o de los cuatro, ocho o treinta de la continuidad en el poder de los mismos gobernantes democráticamente elegidos. Cuando votamos realmente pensamos que lo hacemos por nosotros, pero lo triste es que lo hacemos en beneficio de otros a los que presuponemos limpieza y transparencia, “vocación de servicio al ciudadano” y honestidad. Pero cuando en el mismo recipiente mezclamos poder y dinero, ambos se realimentan y se autojustifican. Y si además, como en toda época de bonanza, el dinero abunda, la corrupción también. Van de la mano.

Hablando de transparencia y tomando como base el índice de percepción de la corrupción mundial de 2013 de Transparencia Internacional, los países menos corruptos del mundo son, por este orden: Dinamarca, Nueva Zelanda, Finlandia, Suecia, Noruega, Singapur y Suiza. Los más corruptos son Somalia, Corea del Norte, Afganistán, Sudán, Libia e Irak. La interpretación de esta realidad creo que es muy sencilla: en los países más corruptos (España ocupa el puesto 40 entre los 175 países analizados) hay exceso de poder expreso o en la sombra, que al fin es lo mismo. Y sobre todo, se carece de pleno de conciencia colectiva. La persona, el ciudadano y sus derechos importan muy poco y son violados sin ningún tipo de castigo. Además la historia reciente de estos pueblos ayuda a que sea así. En los países más transparentes (sin olvidar que el más transparente tiene un índice de 91 sobre 100 -no es oro todo lo que reluce- ni que el más corrupto tiene un índice de 8) existe un alto sentimiento sobre el valor de la persona y por tanto del colectivo. Nadie es más que nadie y quien sustenta el poder considera que esa tarea es tan relevante como la de cualquiera otro de los que componen esa sociedad.

Este es uno de los males que hemos tenido y que seguimos teniendo en España durante estos casi cuarenta años de democracia: que hemos dado demasiada importancia al gobernante, no porque éste la tenga, sino por el hecho de que veníamos de un tiempo de imposición, de no poder elegir a nuestros representantes. De esta sobrevaloración del hecho en sí mismo se han beneficiado, y siguen haciéndolo, los políticos que son personajes más que políticos, y revestidos de la autoridad y del poder que el resto les hemos conferido. Hasta que no nos convenzamos de que el político (por muy bien que hable, aparezca en los medios o sea aparentemente distinguido) es una persona igual que nosotros, en todos los sentidos, les seguiremos dando pábulo para que campen por sus respetos.

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